Apariencias del abismo

Carlos Alcorta


«Con nada se puede abordar tan pobremente una obra de arte como con palabras crfticas: siempre se Ilega así a malentendidos mas o menos afortunados». De esta forma justifica Rilke ante su corresponsal, el joven poeta Franz Xaver Kappus, cuando este conmina al maestro a que exprese la opinion que le merecen los poemas que le ha enviado recientemente, su negativa a comentarlos. Sin Ilegar a adoptar una postura elusiva tan contundente, es cierto que uno debe actuar con suma cautela a la hora de adentrarse en el misterio de la creación; debe actuar con humildad a la hora de esclarecer los entresijos emocionales que dan como resultado determinada obra; debe observar con honestidad el esfuerzo del artista por sacar fuera de sí los resultados que provienen de esa incesante indagación en el propio yo que todo arte verdadero lleva aparejado. El llamado por Todorov «comportamiento interpretativo» tiene mucho mas que ver con vínculos confidenciales, con una complicidad perceptiva que con un ejercicio deliberado de sumisión entre el espectador y el artista, porque cuando el silencio al que nos conduce lo enigmático y la oscuridad del no saber imponen sus propias leyes, solo el entusiasmo de la contemplación intuitiva es capaz de sublevarse y arrojar luz sobre aquello que refuta la preeminencia del lenguaje utilitario del arte como método para aprehender la realidad. La obra de David de Almeida no pretende exponer dogmas sobre la realidad aceptados universalmente, fácilmente asumidos por una sociedad adormecida y subordinados, por tanto, a estímulos reñidos con su propia exploración, todo lo contrario, las pulsiones del inconsciente aspiran a desintegrar el núcleo donde se aloja la despreocupación de los sentidos mostrando fragmentos de una realidad que solo se hace visible cuando la mirada rompe el velo de la costumbre y es capaz de desentrañar legítimamente la esencia vital que late en cada porción de materia armonizada, en cada trazo pensado, en la naturaleza genuina de cada composición elaborada.

Nada mas opuesto a la grandilocuencia o a cierta épica del arte que la renuncia a una imitación servil de la realidad, porque el artista verdadero intenta, a pesar de que el fantasma del fracaso se le aparece con indeseada frecuencia, trascender el adiestramiento que proporciona la experiencia con los instrumentos propios de la metáfora, del símbolo, incluso del sueño, con el objeto de convertir lo que un sentir cotidiano desperdicia y malgasta por la negligencia que conlleva aparejada la rutina, en una forma inesperada de intervención cuyo motivo primordial es el conocimiento de uno mismo corno paso previo al conocimiento del entorno, al entendimiento del mundo. Subyace en esta obra un ejercicio sublimado que pretende, desde lo más inmediato, un acercamiento a lo más profundo. De ahí que en la superficie de la tela o del papel, a través de colores rotundos anaranjados cuarteados, negros molturados, cálidos carmesíes, plomizos grises inquietantes, de solidos componentes arpillera, cobre, madera contrachapado, hierro, acero inoxidable se contextualice una simultaneidad epistemológica en la que la representación queda orillada, lo que, obviamente, no excluye ningún significado posible, y únicamente líneas de un horizonte perdido, espacios desiertos, vacío, en los que acertamos a ver la ebullició del pensamiento, facilitan el instante de la relexion. Pêro ¿a donde conduce esta introspección que surge de lo que Barnett Newman ha llamado la «verdad del vacío»? Conduce desde ese vacío hacia la plenitud, o lo que es lo mismo, desde la ignorancia inherente a todo comienzo hasta la obra terminada. El camino, el proceso no esta previamente indicado, se va descubriendo a medida que la obra va tomando forma, a medida que la obra se va construyendo a si misma, David de Almeida convierte el espacio revelado en el lugar de la epifanía, pero lo hace gracias a un variado registre de sugerencias, cifradas en tonalidades y geometrías diversas, sin acudir a preceptos morales justificatorios ante los cuales el espectador pueda sentirse manipulado. El cuadro resulta ser, entonces, un espejo de la conciencia del hombre que lo concibe y es en esa exploración que la mirada del espectador realiza donde este puede encontrase a sí mismo.

Al recorrer visualmente los cuadros de esta exposición notamos cómo una fuerza extraña, ajena a nuestra voluntad, seduce a los sentidos y atrae, como si fuera un potente imán, a los resortes de la emoción. Experimentamos, sin saber muy bien cómo, una suerte de complicidad que se encuentra más allá de una explicación racional y tiene mas que ver con la disposición de un sistema de referencias, por otra parte, equilibrados sabiamente, de origen íntimo pero que, sin embargo, nos remiten a un mundo que, no por desconocido, intuimos como nuestro. Los fragmentos de realidad que contemplamos forman parte de un todo que mas que mirar, imaginamos en ese espacio que se oculta más allá de lo pintado, en los límites del cuadro, en los márgenes de nuestro pensamiento paradójico. Ventanas abiertas hacia un paisaje velado por la ausencia de luz, vetas verticales de un arbusto famélico, paredes de argamasa, superficies imperfectas sobre las que reposa un deseo de perfección, mosaicos de un tiempo intemporal, lecturas, en suma, de la incertidumbre que las manos del artista intentan perfilar y a las que nosotros, los espectadores, debemos poner nombre, un nombre que designe nuestras propias vacilaciones, porque participamos del favor de la inmediatez, y ésta nos ofrece la posibilidad de retener en la memoria la imagen que mejor defina la posibilidad de reconocimiento de la realidad, realidad que parece solo accesible, cuando se renuncia a parte de ella.

in Catálogo Sala Robayera, Miengo, Marzo 2011

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